miércoles, 19 de enero de 2011

Regreso a Hurdes


Miedo a la madrugada

Hace años, a comienzos de los noventa, tuve la oportunidad de acudir a esta región de España cuando la carretera apenas si daba descanso al viajero; curvas, baches, parajes de ensueño… Y todo para llegar a la región del olvido, una especie de isla entre ásperas montañas de las que décadas atrás era muy difícil escapar, “fronteriza” con las provincias de Cáceres, Salamanca y Portugal. Tuve la inmensa fortuna de respirar lo que aún quedaba de su leyenda negra, de convivir con sus gentes, participar en sus seranos, las reuniones nocturnas en las que junto a mi compañero de correrías entonces, Iker Jiménez, fuimos capaces de rescatar del pasado sucesos protagonizados por seres de pesadilla, que para estas gentes de gesto curtido y palabra firme eran absolutamente reales. Así eran las Hurdes, entonces…

Lorenzo Fernández Bueno

Aquí la pizarra es la dueña de los bancales; ella viste las laderas de los montes, y con ella se construyeron y así se sigue haciendo las poblaciones que siembran tan agrestes parajes, localidades que hasta hace bien poco se confundían con los propios montes, dada la carencia de electricidad en muchos de ellos.

Contemplando los infinitos montes plagados de pinares, es difícil imaginar por qué el padre carmelita Nieremberg, en su ya mítica obra Curiosa Philosophiae, allá por el año 1600 definía a este territorio como sigue: “Existe en este reino un áspero valle infectado de demonios, un lugar que los pastores creen habitados por salvajes, gente ni vista ni oída de lengua, de usos distintos a los nuestros, que andan desnudos y piensan ser solos en la Tierra. Algún testigo declaró haberles oído voces góticas y otras imposibles de entender”. Pero ahí no quedó la cosa. El evocar a los seres diabólicos que se pensaba vivían entre las pizarras infinitas de las conocidas como Dehesas de Jurde era hacer mención a una tierra inhóspita y bella como pocas, por la que caminaban los siervos del maligno. Y así, aislados en su siniestro microcosmos, durante siglos la endogamia provocó estragos por estos lares, hasta el punto de que a comienzos del siglo XVII se aseguraba que dichas gentes pertenecían a otra raza de personas feroces, que vestían con pieles de cabra y hablaban un idioma desconocido para el resto del país. Y así, durante siglos hubo médicos y antropólogos como el doctor Bidé que defendieron la tesis de la existencia de otra etnia diferente, que habitaba un valle a unos cuantos centenares de kilómetros de la corte. Incluso, Lope de Vega especuló en su obra Las Batuecas del duque de Alba con que se tratara de una comunidad goda que habría permanecido aislada durante siglos, manteniendo su lengua, sus tradiciones y sus ritos. Sea como fuere, lo cierto es que por aquellas fechas se empezaron a realizar todo tipo de estudios antropológicos, destinados a desentrañar la procedencia de aquellas gentes dejadas de la mano del dios cristiano.

Pero no sería hasta el siglo XIX que un verdadero movimiento a favor de Hurdes se extendiese por el territorio nacional, y por media Europa. Había que sacar a aquellas gentes de una terrible situación que, en el año 1845 Pascual Madoz, en su Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España definía como sigue: “El aspecto exterior de las alquerías es tan mezquino que se confunde con el color y la escabrosidad del terreno, y se necesita alguna atención para conocer que allí hay un pueblo y seres humanos”.

El espaldarazo definitivo para propiciar el cambio llegaba en el año 1922, cuando Alfonso XIII visitó Las Hurdes. El monarca quedó espantado. Fue recorriendo pueblo a pueblo, alquería tras alquería, por caminos impracticables y a caballo, comprobando con ojos propios la horrible realidad de aquellos desarrapados. Ya en la aldea del Martilandrán, una de las más aisladas, el rey observó con horror las condiciones de insalubridad y decadencia en la que vivían una muchacha paralítica y su hermano, tullido. Cuentan las crónicas que Alfonso XIII salió de la covacha realizada con lascas de pizarra, con espanto en su rostro y llorando con amargura. A partir de entonces se ubicaron en territorio jurdano puestos de la Guardia Civil, centros de salud, y se afanaron en llevar a cabo un ambicioso plan de urbanismo, con el fin de comunicar mejor la región con el resto del país, una empresa harto difícil dadas las propias características del terreno.

De aquello poco o nada queda. Sin embargo, en los últimos años Hurdes se ha convertido en un auténtico, ahora sí, paraíso para los amantes del turismo rural. La transformación en apenas dos décadas ha sido espectacular. No obstante aún permanecen en pie, en recuerdo a una etapa de su historia que no conviene olvidar, núcleos urbanos que se hunden en la montaña, de casas que se apostan en las agrestes laderas levantadas con sudor, esfuerzo y mucha pizarra.

De esos primeros viajes, que para mí y mi compañero, con apenas 19 años constituían una auténtica aventura no exenta de riesgos inesperados, aún guardo el recuerdo latente de los encuentros con estas gentes, que aunque nada tenían de paranormales, marcaron la trayectoria de aquellos dos muchachos que a cada regreso traían la pena agarrada al corazón mientras improvisaban una canción como los trovadores de otro tiempo, porque en contraste con las comodidades de la gran urbe, los habitantes de Hurdes quedaban allí, sumidos en la pobreza, atosigados por sus miedos, que en estos abruptos pagos tenían nombres y apellidos, como posteriormente veremos.

Me permitirá el lector que me detenga por unas líneas en el anecdotario de ese tiempo, porque hubo muchas y buenas vivencias, que partían de la inconsciencia juvenil más alocada. Recuerdo como en esos primeros viajes, que casi siempre coincidían con el primero de noviembre, parábamos en tascas y tabernas para preguntar por nuestro destino, dada la difícil orografía hurdana, y a cada paréntesis la cortesía nos obligaba a tomar un orujo de madroño macerado en esta tierra, con sus inolvidables consecuencias; recuerdo el primer encuentro que en plena madrugada, y después de que nuestros ojos se acostumbraran a la oscuridad, tuvimos de la aldea del Gasco, tan atrapada por la montaña de pizarra que era difícil de descubrir a esas horas; recuerdo a Iker enfrentándose a voz en grito con el extraño personaje que al otro lado de la ventanilla y a altas horas nos impedía echar marcha atrás nuestro vehículo por aquel carril, impidiéndonos que conciliáramos el sueño, y al cabo de unos minutos agarraba el arma que llevaba en su coche ante nuestra desesperación; recuerdo las noches de duermevela en el hostal de Casares de Hurdes, donde a través de las ventanas nos sentíamos observados por los extraños “seres” que parecían mirarnos burlonamente desde el tejado de enfrente, producto inequívoco de las conversaciones intensas de aquellos días; recuerdo el primer serano, acompañados por las calles de La Huetre por todo el pueblo que a ritmo de flauta y tamboril nos conducían al lugar donde se iba a celebrar la reunión nocturna de patriarcas, en escenas propias de Bienvenido Mr. Marshall; y recuerdo a aquel hombre azuzando el fuego en el patio de su casa, preparando la carne que íbamos a comer y narrando sus aterradores encuentros en la madrugada, intentado convencer a Iker, casi hijo predilecto de Hurdes, de que aceptara a su hija como novia…

Fue un tiempo maravilloso en el aspecto antropológico, misterioso, pero sobre todo vivencial. Sigamos.

Iker tiempo después reflejaba en su libro El paraíso maldito las palabras de un hurdanófilo como pocos, amante de esta tierra, de sus costumbres y de sus leyendas. Es Félix Barroso, cronista de Hurdes porque no le ha quedado otro remedio, ya que su pasión no le ha dado elección, y maestro de profesión. Decía así: “Es esta zona, delimitada a la perfección por barreras montañosas y surcada por unos ríos que corren al contrario de la vertiente atlántica. Van de poniente a saliente para desembocar en el Alagón, que, justo al salir de la comarca ya corre por su camino natural.

Esta vieja comunidad pastoril ha llegado hasta nosotros con un impresionante bagaje cultural. El aislamiento geográfico ha permitido que determinadas manifestaciones de la tradición oral se mantengan intactas durante siglos. Las Hurdes son un fértil islote antropológico. Difícil es elucubrar, por ejemplo, por qué se mantienen aquí intactas leyendas perdidas y romances con referente artúrico, otros caballerescos u otros de los moriscos.

Lo único que podemos afirmar es que este pueblo ha sido siempre una sociedad sociocéntrica, plenamente identificada con sus valles y montañas. Hasta hace escasos años cada generación se ha encargado de custodiar como oro en paño todo su bagaje de conocimiento, siempre transmitido de padres a hijos de forma oral, pues el hurdano no ha sido un pueblo instruido, lo que no quiere decir que no haya sido culto. Bastantes de las personas que hoy guardan en sus memorias interesantes tesoros ancestrales no saben siquiera escribir sus nombres”.

Pero sigamos viajando... también en el tiempo.

El duende de Ladrillar

La historia de Ladrillar, una de los cinco “cabezas de partido” que hay en Hurdes, y alquería a la que se accede desde Las Mestas, fue la que allá por el año 1992 me llevó por vez primera a visitar la región. Según recogían las actas del congreso de hurdanófilos celebrado en Plasencia en el año 1908 por la sociedad “Esperanza de Las Hurdes”, al margen de planteamientos más o menos lógicos que perseguían introducir a esta región en el tren del progreso, aunque fuera en vagón de cola, también se habló de las tradiciones y leyendas, que aquí se daban por ciertas. Y esa fue, como digo, la primera vez que tuve la oportunidad de oír hablar del tétrico duende de Ladrillar. Allí se hacía referencia a un extraño ser, embozado en negro y que a partir de ciertas horas asustaba tanto a los habitantes del lugar, que estos por miedo no se atrevían a salir de las casas. Serafina Bejarano Rubio por aquéllas era una niña, y ahora, pasados los noventa abriles aún recordaba las andanzas del siniestro personaje: “Era como un pájaro grande, negro, que se posaba en los árboles y estaba allí, junto al cementerio. No paraba de hacer un grito muy fuerte, como ‘¡gua, gua! Estuvo un tiempo y luego se fue”. En el citado congreso se afirmó que al maldito duende de Ladrillar no le quedó más remedio que morir, dado el interés que en ello puso el párroco del pueblo Isaac Gutiérrez. La historia aún es recordada, ya que en ese lapso de tiempo se produjeron varias muertes inexplicadas de niños, que los afectados asociaron con rapidez a las andanzas del monstruo.

Hoy día Ladrillar es uno de los pueblos más importantes de Hurdes, enclavado en lo alto de la montaña y camino de paso hacia una de las alquerías más bellas y “propias” de la región: Riomalo de Arriba. Un enclave en el que apenas habitan diez almas, y que no les dejará indiferentes...

El mártir de Cambroncino

Cambroncino está en el centro del municipio de Caminomorisco, al que se accede a través de la comarcal 560. Éste es un lugar ya clásico en el martirologio del misterio, pues en sus alrededores se produjo la primera muerte registrada de una persona que se topó de bruces con un “fenómeno” aún hoy pendiente de explicación.

En las inmediaciones de Cambroncino se halla la mayor reserva de agua de esta parte de Extremadura. Es el Pantano de Gabriel y Galán, lugar en el que desde hace décadas se aparece una misteriosa luminosidad a la que los nativos de la zona llaman “la luz de Ribera Oveja”, en alusión al vértice del pantano en el que suele aparecer. Pues bien, la primera manifestación se produjo en el ya lejano año de 1917. En esos duros tiempos los hombres tenían que salir a recorrer los montes y senderos infectados de lobos –y otros seres menos deseables– en plena madrugada, para poder ganar unos cuantos reales y así seguir alimentando a sus familias. Nicolás Sánchez Martín, “el Colás”, era uno de ellos, hombre aguerrido que, según se afirmaba en la aldea, tenía los “arrestos” suficientes como para no temer ni tan siquiera al propio miedo. Pero todo tiene su primera vez, y esa llegó una oscura y dramática noche. Colás estaba a punto de enfilar la recta del camino que desembocaba en el pantano, cuando a lo lejos observó una extraña luz que iba aumentando su luminiscencia sobre las aguas. El hombre, sabedor de las historias que los más ancianos narraban, y de las que tantas veces se había reído, no pudo evitar un escalofrío. Sin tiempo para pensar, la “luz de Ribera Oveja” se abalanzó sobre las patas de su caballería, provocando el horror en el animal, que en un gesto instintivo se giró con violencia, tirando al suelo al bueno de Nicolás. Y allí quedó, pasmado, sin mover ni un dedo contemplando la esfera que tenía frente a él, a unos pocos centímetros del suelo. Horrorizado se levantó y emprendió la huída. Al llegar a Cambroncino, preso de un enorme shock, calló enfermo. Los habitantes de la aldea pronto supieron del insólito encuentro de Colás, y los nervios empezaron a apoderarse de todos. Más aún cuando la llegada del médico, don Vito, no aportó luz a lo ocurrido.

La sangre de Colás se coagulaba en sus venas a gran velocidad, por lo que el galeno hubo de implantar los llamados “botones de fuego”, una suerte de hierros candentes que se introducían bajo la piel del enfermo. De nada sirvieron. Tras el horrible encuentro, al cabo de tres días Nicolás Sánchez Martín, hombre valiente y acostumbrado a defenderse de los peligros de la madrugada, fallecía en su hogar. El parte médico redactado tras el deceso advertía: “Causa de la muerte: enfermedad desconocida”.

Sin embargo no fue el único en sufrir las enigmáticas apariciones de la “luz de Ribera Oveja”. En la década de los cincuenta se volvieron a registrar varios casos, así como en los ochenta y noventa del pasado siglo. Y es que la luz sigue deambulando cuando le viene en gana a la vera de las mansas aguas del pantano… ¿Quién será el siguiente?

Las “pantallas” de Arrolobos

Vegas de Coria, como ya dijéramos, es el centro neurálgico de esta fantástica tierra. Dentro del municipio de Nuñomoral, está partida por la C-560, auténtica arteria que ha traído la salvación a un territorio condenado, como si de una maldición se tratase. El rumor del cercano río Jurdano evoca aquellos terribles tiempos en los que esta región poseía la tasa de mortandad infantil más alta de Europa, y en cuyas aguas se vivieron escenas dantescas que serían inmortalizadas en la película de Luis Buñuel Las Hurdes, tierra sin pan, estrenada en 1932 y que fue prohibida por el gobierno ya que “dañaba el buen nombre de la República”. Y es que para desplazar los cadáveres de los niños desde las Hurdes altas a lugares menos montañosos, las cámaras captaron momentos en los que los padres, desesperados, descendían por los senderos con los ataúdes a hombros con los pequeños cuerpos dentro, y pasaban el río con la caja flotando sobre las aguas.

Pues bien, en Vegas de Coria se desencadenó el miedo a partir del año 1983. Los habitantes del lugar no se atrevían a salir a la calle pasado el crepúsculo, por temor a encontrarse con las “pantallas”, unas siluetas altas y estilizadas que ya se habían manifestado ante varios vecinos. De hecho se llegaron a organizar batidas para dar caza a estos espantos, circunstancia de la que se hizo eco el diario Hoy. La psicosis se extendía como la pólvora, más aún cuando uno de los miembros más ilustres de esta comunidad, Eusebio Iglesias, al regresar caída la noche al pueblo, en la cercana curva que conducía a la aldea de Arrolobos se encontró con una de estas extrañas sombras errantes. El horror lo dejó paralizado, especialmente cuando el siniestro ser, acercando su rostro al del aterrado testigo, le inquirió: “Es que no me conoces...”.

Éste fue uno de tantos encuentros que desde entonces se registran cada año, en los que muchas personas afirman ver a estos personajes, en ocasiones solos y otras acompañados por varios más, saltando los riscos con una agilidad impensable, encendiendo luminarias donde después no quedan rastros de las mismas, asustando en definitiva a unas gentes que desean que alguien les de una explicación...

El “descabezado” de Rubiaco

Es, sin duda, uno de los miembros más ilustres del panteón demoníaco hurdano. Desde Vegas de Coria llegamos, en apenas 20 kilómetros a Rubiaco, una de esas poblaciones que aún mantienen el sabor de las Hurdes de antes, en lo que a sus construcciones se refiere, claro está.

Aquí es donde más apariciones del llamado “descabezado” se han producido, un ser que para los habitantes de estos lares no deja de ser, al igual que el inefable macho lanu, una representación del mismísimo señor del averno. Julián Sendín fue uno de los primeros en toparse con el enigmático ser cuando regresaba de Salamanca, allá por el mes de agosto de 1947. Era la época del estraperlo, por lo que el traslado de sacos de harina o de barricas con aguardiente había que hacerlo cuando la noche protegía a aquellos que conocían como la palma de la mano estos abruptos caminos, por los que ni los guardias, aterrados por las historias que se contaban, se atrevían a caminar. Y esa circunstancia era eficazmente aprovechada por estos hombres, que veían en tales negocios la única manera de subsistir.

Así, protegidos por la noche, una vez más Julián Sendín y sus acompañantes Marcelo Martín y Fausto Sánchez se dispusieron a traspasar los montes desde la cercana Salamanca en dirección a la pequeña alquería jurdana de Rubiaco. La madrugada se había cerrado sobre sus cabezas. No es que les gustara demasiado deambular a esas horas como almas en pena en mitad de estos bosques encantados. Tenían que hacerlo, sin más. Ya en lo alto de los cerros que circundan la citada población, Julián se percató del gran estruendo que había, como si una enorme cantidad de personas estuvieran tocando palmas, castañuelas y cantando. Pese a la lejanía, aquella extraña comitiva iba aproximándose a la posición que ocupaban en esos momentos. Ahora sí estaban lo suficientemente cerca como para ver quiénes eran, y qué hacían. Julián enmudeció, y sus acompañantes no fueron capaces de dar un paso más. A pocos metros se había plantado un gigante, porque con algo más de dos metros de altura no se puede llamar de otra forma.

En uno de los seranos, las reuniones de los patriarcas de Hurdes, tuve la oportunidad de escuchar esta historia en voz del último de sus protagonistas, el propio Julián, y he de decir que aquel hombre de palabra firme y ya entrado en muchos años se encogía como un bebé al recordar la traumática experiencia. Y es que lo que más les aterró fue el hecho de que el aparecido iba vestido de blanco, con una cinta al cuello, y sin cabeza...

En aquellos intensos momentos, los tres, hombres de no demasiada fe y mucho coraje, se arrodillaron y empezaron a rezar entre sollozos, pidiendo porque aquella manifestación de los infiernos pasara sin prestarles atención. Y así fue, pues el “descabezado de Rubiaco”, al menos aquella noche no volvió a hacer de las suyas. Años después los encuentros, con ligeros matices, han sido muchos.

Así pues hagamos caso a los habitantes del pueblo, que afirman que estas sierras es mejor verlas a plena luz del día...